Durante mi estancia en el País del Gallo, la inspiración me visitó un par de veces y, producto de una de ellas es este cuento que recientemente fue publicado en México por la revista literaria Los Bastardos de la Uva (Año 3, número 10, julio-septiembre 2012).
Lo comparto ahora con ustedes, esperando que les guste, y si no, pues ¡adelante los jitomatazos que de esos se aprende mucho!
Clampf, clampf
I
La primera vez que
escuchó el clampf fue en su oído
derecho. Siempre fue en el derecho. Luego de trabajar por más de doce horas lo atribuyó al cansancio. Menos de
sesenta segundos después, el sonido apareció de nuevo. Pensó entonces que sería
el palpitar de su corazón, distorsionado por la almohada que recibía la mitad
derecha de su rostro a medio dormir.
Contó los
intervalos entre cada clampf. Al
notar que estos eran irregulares, descartó la idea del corazón. ¿Sería un
sonido originado fuera de su habitación? No, no podía ser. Sin duda venía desde
el interior de su cuerpo, o acaso de las entrañas de la almohada o del colchón,
pero eso tampoco sonaba probable. ¿Entonces?
Elaboró un
par de teorías con las últimas neuronas activas que le sobraban. Cada una más
improbable que la anterior, desechó todas las explicaciones y cayó en un sueño
profundo. Al despertar, olvidó el suceso.
II
Antes de trabajar en el hotel, Sleep Walk era una de sus canciones
favoritas. Sí, lo sabía, el tema de Santo & Johnny había sido agotado
varias décadas atrás por los medios (y los complejos turísticos) como símbolo
del “paraíso tropical”. El enamoramiento con sus notas le venían de la
interpretación de Julio Revueltas, en su opinión, el mejor ejecutante de este clásico
–y de cualquier otro, si le preguntaban.
Para la segunda semana, lo último que deseaba era escucharla
una vez más, sin importar de cuál de las innumerables versiones se tratara. No
obstante, los gringos –y franceses y británicos y canadienses…- que ponían pie
en la recepción celebraban, sin excepción, el ambiente relajante del sitio,
incluido el tema musical de sus vacaciones ideales.
Esa mañana, al escuchar de nuevo un clampf, pensó que sus oídos reaccionaban de forma original al
hartazgo musical que sufría desde hacía seis meses. En ese momento ya no distinguía
qué tipo de notas eran más fastidiosas, si los do re mis que salían de los altoparlantes o las de los periódicos
que informaban sobre la última circular del gobierno gringo –o francés o británico
o canadiense…- dirigida a sus conciudadanos para que tomaran precauciones en
caso de visitar México.
No era que
le importaran las relaciones diplomáticas, la política o la inseguridad, pero
cuando uno trabaja en la industria sin chimeneas este tipo de cosas podían afectar
el bolsillo, decía siempre que sus amigos tocaban el tema y él replicaba que esos pinches periodistas y su amarillismo...
Clampf…
III
Después del quinto o sexto
empezó a contarlos. Como estaba comiendo, sólo llevó la cuenta mental. Al
regresar a la recepción tomó un papel y fue agregando bloques de cinco rayitas,
como un náufrago o un preso que cuenta sus jornadas de infortunio.
Al final de su turno eran cinco bloques. Veinticinco clampfs. ¿Veinticinco qué? Seguía sin
saberlo…
Clampf, clampf…
IV
La única vez que intentó
describirlo, a la semana de que inició, el sonido fue bautizado, para empezar,
como clampf. Fue lo mejor que se le
ocurrió.
Los adjetivos se le juntaban y se inventaban en su boca. Lo
que en principio era mudo y opaco se tornó “aguoso” y “maderozo”. Lo
que en principio había vivido como algo “curioso” era, ya, algo insoportable,
no por la molestia del sonido mismo sino por el misterio que planteaba.
El doctor y los rayos X no encontraron nada. El acupunturista
no encontró nada. La bruja no encontró nada. Nadie encontró nada. Y él seguía
sin saber nada excepto que el registro de clampfs
llegaba ya a 450 en un mes.
V
El comando llegó encapuchado y
armado hasta los dientes –perdonando la figura tan manoseada. Ni las cuarenta y
cinco cámaras de seguridad ni los tres kilómetros de manglar seco que separaban
la carretera del hotel sirvieron de mucho. Iban por el dinero y las joyas de
los gringos –y de los franceses y de los británicos y de los canadienses…
Cansado por el clampf que
no dejaba de sonar en su cabeza, se había refugiado en el baño de la recepción.
Cuando salió, su mirada se perdió en la oscuridad circular de un cuerno de chivo que lo veía a un par de
centímetros. Como las joyas no fueron suficientes –nunca lo eran, al parecer-
el comando tomó tres rehenes, enlistados de la siguiente manera: la pinche
gringuita aquella que no deja de gritar; el trajeado ese con cara de huele pedo que parece ser el gerente, y el pobre
pendejo que salió del baño.
No sabe si
por sadismo o por simple logística, antes de llevarlos a la casa de seguridad
fueron testigos –de oídas- de otros dos atracos a complejos turísticos de la
zona.
Cuando
finalmente abrieron las puertas y bajaron de la camioneta, no eran tres sino doce.
Uno a uno
los colocaron contra la pared, los desnudaron y ataron de manos. Les asignaron
un número y decidieron su turno de ejecución con dos dados. Él sacó el doble
seis.
Cada vez que
uno de sus compañeros caí muerto, un clampf
sonaba fuerte y claro en su oído derecho. Al final, el clampf que le correspondía opacó el sonido de la detonación dirigida
a su cabeza. No se podía quejar: no oiría más el clampf y conocía ahora su significado…
Alonso Fragua
Toulouse / Roquebrune Cap Martin, Francia, 4 de abril de
2011.
La primera versión del relato tenía la siguiente nota al final, previo a la firma y la fecha:
Los números cambian según la fuente consultada. Sin
embargo, si creemos en los datos del gobierno federal, encontramos que en lo
que va de la administración del presidente Felipe Calderón en México, “suman
más de 34 mil muertes relacionadas con el crimen organizado” (El Universal,
14 de enero de 2011. Nota firmada por Mario Andrés Landeros y consultada el 4
de abril de 2011 en http://www.eluniversal.com.mx/notas/737315.html. Cifras
presentadas por Alejandro Poiré, secretario técnico del Consejo de Seguridad
Nacional).